viernes, 19 de febrero de 2010

Reserva de Madikwe, Sudáfrica


Hoy hemos visto una leona con tres cachorros ya grandes mientras apretujábamos con las manos gélidas una taza de chocolate caliente, respirando el frío austral del invierno en Madikwe. Aparecieron camuflados entre los matorrales, atravesaron el camino de tierra y pasaron justo por delante, impasibles, poderosos, recios, sigilosos, haciendo evidente su meritoria pertenencia a los cinco grandes.

Todo era del mismo color: los matorrales, los leones y el camino de tierra.

A diez, quince metros, nosotros inmóviles y atónitos con la respiración contenida. Las manos alrededor del chocolate ahora temblaban, igual que antes temblaron de frío y las rodillas, las mías sin duda, nos sostenían vacilantes como si existiera el peligro de empezar a desmayarse desde abajo, empezando por los pies.
Es el segundo día de safari. Ayer llegamos vía París con mucho retraso y alguna que otra probabilidad de quedarnos en tierra. Por suerte llegaron todas las maletas (la perspectiva de pasarte dieciocho días en África con la misma ropa oliendo a hoguera es mas que posible y es un temor bastante común).
Llegamos y nos fuimos directamente hacia Madikwe, una reserva al noroeste de Johannesburgo y antesala del desierto de Kalahari antes de cruzar la frontera con Botswana, y con la última luz del día nos fuimos a buscar animales.

Primer día de búsqueda en Sudáfrica, primer safari para muchos viajeros que tuvieron la suerte de inaugurar su experiencia asistiendo en directo a la suculenta cena de una manada de leonas. Fue un lapso de largos silencios, de respeto, de emociones y susurros entre nosotros que dibujaban frases cortitas como pa-sa-me-la--ma-ra o que-pa-sa-da, que-pa-sa-da, que-pa-sa-da, muchas veces, retratando nuestra incredulidad y resumiendo la reconfortante sensación de decorar nuestras vivencias con un momento tan excepcional como este. Nerviosos, excitados, con cierto temor si levantaban su cabeza regia y nos dedicaban una desdeñosa y amarilla mirada felina. La leona, indiferente, hundía su hocico en las entrañas del pobre animal / cena, hinchando de aliento la panza ya hueca de la cebra, que con las patas traseras tiesas y suspendidas en el aire parecía moverse agonizante con las embestidas de la cabeza de su hambrienta captora, mientras la leona sacaba el morro de su plato sangrante y nos miraba de nuevo displicente.


Estuvimos muy cerca, muy muy cerca, rodeados, como ellos, de arbustos espinosos y de noche, y si hubiéramos tenido que arrancar el jeep y dar marcha atrás buscando una salida rápida y desesperada no lo hubiésemos tenido fácil. Todo esto nos abrió el apetito y nos hizo olvidarnos por un rato del frío intenso que nos quebraba los huesos poco antes.


Volvimos callados, de nuevo con frío, con las mantas cubriéndonos las manos, la cabeza, los ojos, deshaciendo el camino de tierra, vigilados por aves nocturnas , escuchando sonidos extraños y viendo aparecer, siempre agazapados en la manta, troncos de árboles que a la luz de la linterna le conferían cierto misterio al paisaje.
Hoy hemos vuelto a ver el mismo escenario con la primera luz del día, antes de los leones y del chocolate caliente, y a cada movimiento de cabeza surgía la vida a uno y otro lado del camino polvoriento, y los árboles fantasmagóricos de ayer son solo troncos resecos e inertes del invierno austral en Madikwe. Y puede que estos leones fueran los de anoche, los de la cebra.

Me tranquilizaba bastante pensar que ya hubieran comido…

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