jueves, 18 de marzo de 2010

Agujeros de la Memoria

La memoria es un trozo del infinito. A veces se aúlla y a veces se encierra en el silencio.
De un prójimo a otro la memoria varía: puede ser vibrante y lúcida, y también torpe e ignorante. Casi nunca es compacta. Sus agujeros no le permiten aislarse, concentrarse. Por ellos penetran ciertas basuritas espirituales y también se expanden angustias que suben desde el alma.
De esos orificios depende en buena parte su comunicación con el mundo. La memoria es un archivo alucinante, colmado de hechos, palabras, rostros, amores, sorpresas, decepciones, aburrimientos, lealtades. Como no los guardamos por orden alfabético, casi siempre nos cuesta bastante reencontrarnos con esas menudencias. Los agujeros de la memoria normalmente son abiertos por el taladro del olvido. A veces nos angustiamos porque queremos recordar un nombre, una calle, un coito del pasado, una fecha clave, y no los alcanzamos porque el olvido los cubre con su programada amnesia. El poeta Juan Gelman escribió hace años con su habitual sabiduría que “en la memoria hay palabras que no se pueden decir. Duran y hacen mal y bien, como un caballo loco”. Agreguemos, ahora de nuestra cosecha, que el caballo loco aprovecha los agujeros de la memoria para fugarse y a veces refugiarse en la guarida del infinito. Nos pasamos la vida creando y perdiendo memoria. Como el pasado, a medida que pasan los años, crece en espacio, lo recordado también debería crecer. Sin embargo, gracias al trabajo tenaz del olvido, el pasado se va reduciendo y apenas nos deja unas pocas señales para que sepamos quiénes fuimos y también quiénes somos. Los agujeros de nuestra memoria también nos permiten atisbar a otras memorias, que a su vez nos atisban desde sus propios agujeros. Después de todo, el que sigue creciendo es el infinito y por eso no tiene fin.


Agujeros de la memoria (Vivir adrede – Mario Benedetti)

domingo, 14 de marzo de 2010

Pero una convicción más profunda, aunque tácita, lo inclinaba a pensar que el tiempo de los seres humanos no vuelve nunca para atrás, que nada vuelve a ser lo que era antes y que cuando los sentimientos se deterioran o se transforman no hay milagro que los pueda restaurar en su calidad inicial: como una bandera que se va ensuciando y gastando (le había oído decir a Bruno). Pero su esperanza luchaba, pues, como pensaba Bruno, la esperanza no deja de luchar aunque la lucha esté condenada al fracaso, ya que, precisamente, la esperanza sólo surge en medio del infortunio y a causa de él. ¿Acaso alguien después podría darle a ella lo que a él le había dado? ¿Su ternura, su comprensión, su limitado amor? Pero en seguida la palabra “después” aumentaba su tristeza, porque le hacía imaginar un futuro en que ella no estaría más a su lado, un futuro en que otro ¡otro! Le diría palabras semejantes a las que él le había dicho y que ella había escuchado con ojos fervorosos en momentos que ya le parecían inverosímiles; ojos y momentos que él había creído que serían eternamente para él, que permanecerían para siempre en su absoluta y conmovedora perfección, como la belleza de una estatua. Y ella y ese Otro cuya cara no podía imaginar andarían juntos por las mismas calles y lugares que había recorrido con Martín; mientras él ya no existiría para Alejandra, o apenas sería un recuerdo decreciente de pena y ternura, o acaso de fastidio o comicidad. Y luego se empeñaba en imaginarla en momentos de pasión, pronunciando las palabras secretas que se dicen en esos momentos, cuando el mundo entero y también y sobre todo él, Martín, quedan horrorosamente excluidos, fuera del cuarto en el que están sus cuerpos desnudos y sus gemidos; entonces Martín corría a un teléfono, diciéndose que después de todo bastaba discar seis números para oír su voz. Pero ya antes de terminar el llamado lo interrumpía, porque tenía ya la suficiente experiencia para comprender que se puede estar al lado de otro ser, oírlo y tocarlo, y no obstante estar separado por murallas insalvables; así como una vez muertos nuestros espíritus pueden estar cerca de aquel que quisimos y sin embargo, separados angustiosamente por la muralla invisible pero insalvable que para siempre impide a los muertos tener comunión con el mundo de los vivos.

Sobre héroes y tumbas (Ernesto Sábato)