domingo, 20 de diciembre de 2009

Camino de Mozambique


sábado, 19 de diciembre de 2009

Jim Corbett Park, India



Delhi, India

Reserva de Tuli, lo encontramos!











Sincronías

Pienso a veces que tú y yo ocupamos un espacio
dentro de esta ciudad gastada y malherida.
Yo respiro, y respiras tú del mismo aire, sin mi.

Y quizá en algún momento tú y yo hacemos lo mismo,
a la misma hora, con el mismo tedio.
Tú piensas en mí algunas veces
y yo a veces me acuerdo de tu risa,
y el recuerdo es ya tan débil, que se deshace frágil en el aire.

Pero tal vez a veces tú piensas en mí y yo en ti, al mismo tiempo,
y pienso que tu aire y mi aire se detienen,
y el recuerdo entonces ya no es frágil
porque los dos pensamos lo mismo al mismo tiempo,
tiempo que se detiene, malherido, en ese instante.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Reserva de Tuli, Botswana


Santuario de Khama


sábado, 12 de diciembre de 2009







Malawi

Namibia





Lo compró mi padre hace treinta y tantos años. Probablemente mamá debió insistir en la necesidad de comprar un piano para mis hermanas que, como buenas señoritas, daban clases desde que tenían cinco años, pero papá prefirió alquilarlo durante mucho tiempo, tanto que seguro le salió mas caro de ésta forma.
Papá parecía no aferrarse a las cosas, ni comprometerse, lo material siempre estaba de paso para él y comprar un piano, así de golpe, todo el dinero junto, no era muy coherente con su forma de vivir desapegado. O quizás era solamente por llevarle la contraria a mi madre, que esperó durante años a que por fin trajera sus muebles de aquella casa de mudanzas de Buenos Aires donde algunos de sus recuerdos se pudrieron y se perdieron para siempre cubiertos de moho. Incluido el piano de cola (yo imaginaba que debíamos tener un salón muy grande para albergar un piano de cola, no recuerdo mucho de aquella época). Tampoco recuerdo cuándo trajeron el nuevo piano a la casa de Madrid pero pienso que yo tendría cinco o seis años. Era un piano vertical, de madera rojiza y líneas sobrias, un Eisenberg (alemán), supongo que estaría en una gama mediana de calidad. Le reservaron un sitio en el cuarto de Lisi, que a partir de ése momento pasó a llamarse "la pieza del piano", y ocupaba la pared de la derecha bajo una acuarela bastante mala de la campaña italiana, el "castello bianco" de Conegliano, con un marco dorado de aristas limpias y delirios de modernidad. Mamá decía que era finísimo.
Mi hermana lo tocaba a menudo y llenaba de música su oscuridad y yo me sentaba a su lado y la escuchaba, y a veces tocaba con ella. Acariciaba las teclas con sus manos blancas y delicadas, las manos que eran sus ojos, y yo tocaba sin que las teclas llegaran a ser notas y a veces me quedaba sola con él y seguía durante un rato descubriéndole sonidos. Por aquel momento el piano nos regalaba boleros, habaneras, y, al contacto con mis manos pequeñas, tangos abolerados y notas sueltas que jugaban a ser acordes de bandoneón.
Muchas veces sonaba a nostalgia.
A mis dieciséis, diecisiete años el piano también adolescente, balbuceaba notas de Chopin, Tchaikovsky y algo parecido al jazz, mientras otra de mis hermanas pintaba sus cuadros azules.
Lisi seguía tocando de vez en cuando, y Gretel, que nunca quiso dar clases de piano y aún así acabó con quince años la carrera, nos obsequiaba muy de tarde en tarde, con el sonido magnífico del Chopin revolucionario que a mí me fascinaba.
Mis padres hicieron gala de una extraordinaria paciencia conmigo, porque tocaba lo mismo, una y otra vez, intercalando temas de Pat Metheny, que sonaba en el equipo de música, con mi versión libre del original. Apretaba el botón del play y rebobinaba, y rebobinaba otra vez, buscaba sonidos, me confundía, surgía la melodía y rebobinaba. Tres meses tardé en sacar de oído aquel "letter from home" y fue uno de mis primeros logros, aunque el piano estaba tan desafinado que lo saqué medio tono por encima.
Unos años después me independicé y me fui a vivir con mi hermana pintora de cuadros azules y me tomé la libertad de llevarme conmigo el piano rojizo. Cambiamos el cuadro de mi abuela por un cuadro azul y le pusimos una planta encima que nunca creció con alegría pero sin embargo sobrevivió discretamente a los cinco años que duró su estancia en el oscuro rincón del piano del piso de Arguelles.
Quedó cerrado todo ese tiempo, olvidado, exiliado en el silencio, desafinado y solitario.
Cuando volví a mudarme, yo sola ésta vez, volví a llevarme el piano conmigo. Casi como un estorbo, porque mi espacio se achicaba proporcionalmente a mi dinero y ningún salón parecía tener lugar para él.
Aunque siguió casi en un continuo silencio, ahora, además del piano, decoraban la pared unas cuantas fotos en blanco y negro con marcos de similar madera rojiza.
Ahora han pasado treinta años y quizá este viejo amigo ha estado esperándome desde entonces, observante, receloso, complaciente, ahora ocupa siempre una pared de mi vida, de mis horas de soledad y de buenos momentos también. Ahora mi viejo piano ha dejado de balbucear y suena, suena conmigo y para mí y se ha convertido en mi refugio, en mi cómplice, espectador de amores y desamores, de dudas, de cambios, de esfuerzos y recompensas.
Algo de mí se ha impregnado en sus teclas de sonido esponjoso y él canta son sonidos nuevos que me dicta susurrando.
Otras veces la partitura está delante de mí y ya no me es tan ajena. Mucho tiempo la miro sin hacer nada, sin golpear las teclas. Busco las referencias.
En la clave de fa me resulta más sencillo porque los dos puntitos me guían más libre por las líneas paralelas; en la clave de sol sé que la línea imaginaria bajo el pentagrama es el lugar para el do.
Tengo que contar con los ojos, subiendo por el pentagrama como por una escalera, y los dedos de la mano izquierda sobre el teclado. Toco lo que leo, no suena bien, vuelvo hacia atrás, lo tengo, voy creando la música, la reconozco, toco varias veces para recordar el sonido y la distancia y velocidad de mis dedos y voy entrando en la música tal como soñaba hace años.
Y a veces imagino que la vida debe ser algo parecido a una melodía que aprendes, o no, a tocar desde el principio. Vamos leyendo entre las líneas de un pentagrama las notas sueltas, sin sentido, vamos haciendo camino, juntando con mucho esfuerzo todos los sonidos, y cuando conseguimos escuchar la melodía entera, reconocerla, con todas sus notas, la mano izquierda cómplice de la derecha, abrazamos la melodía que nunca volverá a ser ajena.
Y si miramos atrás nos parece mentira que ése camino lo hayamos recorrido nosotros.

South Luangwa